La verdad es que no recuerdo la primera vez que me topé con
la cuestión del sexismo en el lenguaje. Cuando fui al colegio, durante los 70 del
siglo XX, el desdoblamiento de género solo se usaba en contextos corteses como “señoras
y señores”, y supongo que por lo menos en nuestro país habría poca gente
preocupada por un tema, el del sexismo en el lenguaje, que empezaba a despuntar
a raíz de las reivindicaciones de igualdad de derechos para hombres y mujeres
de la década de los 60, sobre todo en el mundo de habla inglesa, aunque no tardaría mucho
en extenderse a otros países. Lo que sí recuerdo vívidamente es que en clase de
filosofía en tercero de lo que entonces se llamaba BUP, equivalente a lo que
ahora sería primero de bachillerato, con 16 o 17 años, me molestó profundamente
que un día en clase el profesor nos llamara a la pizarra para un ejercicio
diciendo: “¡la siguiente… a la pizarra!”.
Se llevó así toda la clase. Hay que entender el contexto pues se trataba
de un colegio religioso, de la orden de los salesianos, donde solo admitían
alumnos varones, excepto en el COU (curso de orientación universitaria) que era
mixto. Así pues, éramos todos chicos a los
que el profesor iba llamando uno a uno: ¡la siguiente … a la pizarra! No sé si
mis otros compañeros sintieron lo mismo que yo, pues no lo comenté con nadie, pero
yo sentía estupefacción y rabia por ser llamado con una palabra en femenino. No
entendía por qué usaba el femenino si éramos todos chicos. Era la primera vez
en mi vida que era consciente de que se
usara el femenino para referirse a mí, un varón. Y la verdad es que no me gustó
nada. Al final de la clase el profesor aclaró el motivo de su uso lingüístico.
En la última llamada dijo: “¡la siguiente… a la pizarra!” y añadió, “persona…,
quiero decir”. Así quedó aclarado que el uso que había hecho el profesor toda la
clase estaba regido, al menos en su mente, por la concordancia sintáctica en femenino con
“persona” que es una palabra femenina de significado genérico que se refiere
tanto a hombres como a mujeres. El profesor había estado provocándonos toda la
clase. La pena es que, según lo recuerdo yo, no hubo ningún debate en clase ni
comentario posterior sobre este incidente.
Lo que sí es verdad es que yo, al igual que todos los varones
de mi época, crecimos en un mundo en el que la óptica de varón era dominante. Todas
las profesiones de prestigio y los centros de poder estaban dominados por los
hombres. Las palabras masculinas que se referían a varones eran las usadas para
referirse también a todos los seres humanos a través del masculino genérico.
Incluso el DRAE, diccionario de la Real Academia, estaba escrito de forma que
lo normal y natural era ser varón y que el mundo se viera desde la óptica del
varón, como puso de manifiesto Álvaro García Messeguer en su libro de 1976 Lenguaje y Discriminación Sexual. La historia, la filosofía, la literatura, la
lingüística, estaban dominadas por visiones masculinas y los autores de
referencia eran casi todos varones. Incluso en la canción emblemática de la transición
española y número 1 en 1976, Libertad sin
ira, del grupo Jarcha se hacía patente esta óptica de varón, como señala
García Meseguer, citado también por Ignacio Bosque en su informe: “Gente que solo
busca su pan, su hembra, su fiesta en paz”
Como he comentado en otra entrada de este blog, mi interés
por este tema del empezó en los primeros años de los 90 tras
asistir en la Universidad de Indiana a una clase de Douglas Hofstadter (the manwho would teach machines to think, según un reciente artículo en la revista TheAtlantic) donde los numerosos ejemplos
de sexismo manifiesto, sobre todo en inglés, me convencieron de la realidad del
sexismo en las lenguas. El ejemplo que terminó por inclinar la balanza
definitivamente, aparte del hecho de que en más del 90 por ciento de las
lenguas que tienen masculino y femenino sea el masculino el que se usa como
genérico, es el de la palabra “padres” del español, una palabra tan cercana y
tan familiar, que normalmente se refiere a las dos personas más importantes en
los primeros años de nuestras vidas, pero que también se puede usar para
designar a un conjunto de padres varones.
Que para englobar una realidad tan vital para cada uno de nosotros como
el conjunto padre y madre la lengua española haya optado por el término “padres”
da idea de lo arraigados que están la óptica de varón y el sexismo en nuestro
sistema lingüístico.
Cuando volví de estudiar de EEUU, estando de profesor
asociado en la recién creada Universidad de Huelva, participé en una comisión encargada
de redactar la normativa de funcionamiento interno del departamento de
Filología Inglesa al que pertenecía. En el intento de redactar esa normativa
sin vestigios de sexismo en el lenguaje es cuando me di cuenta que tal tarea
era imposible y que las propuestas de
usos no sexista del lenguaje, si se aplican estrictamente, conducen a una
escritura tan farragosa que es inoperante. En ese momento decidí que no me quedaba
más remedio que hacer un uso consciente del masculino genérico, pese a estar convencido de
que es una herramienta más que perpetúa la óptica de varón en la sociedad y la
discriminación por motivos de sexo.
Otro acontecimiento relevante de mi relación con el sexismo
lingüístico fue el nacimiento en febrero de 1994 de mi sobrina Belén. Durante
todo el embarazo de mi hermana nos habíamos referido a Belén como “el niño” que iba a tener mi hermana. Lo sorprendente
fue que, en un rato en el hospital, el día en que ya había nacido y sabíamos que no era un niño sino una
niña, pude contabilizar veinte usos de “niño” para referirse a ella. ¡Qué
contraste con mi propia vida, pensé! Mi sobrina Belén va a tener que crecer en
un mundo donde la mujer sigue siendo invisibilizada por el lenguaje. Tendrá que
acostumbrarse a que se refieran a ella con el masculino en innumerables
ocasiones y poco a poco interiorizará que lo normal, lo prestigioso, lo guay es
ser varón. Que para la lengua en la que va a crecer lo femenino es lo marcado, lo
idiosincrásico y excepcional, susceptible de ser usado peyorativamente. Recuerdo que me pregunté: ¿Servirá de algo que en
algunos usos en lenguaje elaborado y monitorizado se esté empezando a usar cada
vez más el desdoblamiento de género e incluso que unos pocos empiecen a usar el
femenino como genérico? Esta es la pregunta cuya respuesta intentaré buscar en
mi próxima entrada de este blog.